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Periodismo Poco Serio de Puebla

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miércoles, 19 de septiembre de 2012


Los 10 años que
vivimos en peligro

Para Mary Téllez

—¿Es cierto, entonces, que ya murió?
   —Eso dicen, salió en la tele…
—Sí, ¿pero tú qué piensas?
—Yo… no sé…
Sin terminar la frase, volvió a acariciarle las tetas, entreteniéndose en los pezones que saboreó con fruición, con cierta ansia, como si apenas los conociera.
Claro, después de 10 años de ausencia era como iniciar de nuevo. Recorrer otra vez el cuerpo, no los recuerdos.
Acariciar esas caderas más curveadas; ese torso flexible, maravilloso; esas nalgas, sí, más grandes pero igual de duras, prietas.
Abrazar, poseer ese cuerpo conocido pero al mismo tiempo inédito.
Y entre las sábanas, mientras acariciaba ese cuerpo extraño hasta hace unos días, recordó la triste despedida.

***

La conoció a principios de 2001 cuando perdía el tiempo en el centro, en los portales, después del trabajo. Ella estaba sentada en una de las mesas del Royalty con la mirada triste perdida en la nada, con unas ojeras que vestían de negro esos ojos que le dieron la estocada cuando cruzaron la vista.
Ella sonrió.
Eso fue suficiente para que tomara asiento pretextando una pendejada (y si no la recordaba es que lo había sido). Y así lo entendieron ambos, sólo como un motivo laxo. Platicaron como viejos conocidos que no lo eran, mientras él medía los pasos con puro Havana y agua; ella, sólo con café, american style y nada de azúcar.
Esa primera vez fornicaron con ansia, con furia en el Bahamas (que estaba de moda, por cierto), devorándose por completo, toda la noche y parte de la madrugada.
Luego, las reuniones secretas fueron refinándose, a salto de mata, cuidándose las espaldas, planeando agendas secretas llenas de lujuria y de deseo, de promesas, de falsas amenazas, de enemigos imaginarios y monstruos, pero siempre con una especie de final feliz y un “continuará” para el siguiente encuentro.
Eso los salvó de caer en la rutina.
Cada suceso era un pretexto para nuevas historias que terminaban invariablemente entre las sábanas del Bahamas.
Sin embargo, la mañana del 11 de septiembre ella le marcó al cel con la voz entrecortada, entre sollozos, pidiéndole que viera la televisión.
Pero no había necesidad.
Él miraba incrédulo cómo chocaba primero un avión, quince minutos después el segundo. La explosión de los dos rascacielos; la gente, desesperada, aventándose al vacío para golpearse contra el edificio y quedar literalmente embarrados en el pavimento, antes que morir calcinados. Luego la caída de los edificios. Como en las peores pesadillas cinematográficas de los gringos, sólo que en las pantallas de televisión, en los noticieros, en vivo, cuadro por cuadro. Segundo a segundo. Minuto a minuto.
Llegaron al motel en silencio, anonadados. La realidad les había dado un guión, un filón más para explotar en sus fantasías. Sólo que esa noche decidieron la paz de las caricias, de los abrazos, de la ternura.
Del llanto de ella.
Esa noche le dijo que estaba embarazada.
De su marido, claro.
Y sería la última vez que lo vería. “Por favor, no me llames”.
Así fue la despedida.
¿Triste?
¿Amarga?
¿Dolorosa?
Tal vez, aunque para él sólo fue la despedida.
Así, a secas.
Todos los días llegaba después del trabajo a La Taberna para embriagarse con una botella de Jack Daniels, ahogando su recuerdo entre lágrimas.
“Guardó el luto” una semana.
Luego, como todo, siguió su vida.

***

—Sí, ¿pero tú qué piensas?
—Yo… no sé…
Hizo una larga pausa para responder.
—… puede ser, pero si fuera ellos, los gringos, Osama me serviría más vivo que muerto, ¿no crees?
—Pero hasta filtraron fotos y dicen que hay videos…
—Aaah, son fakes… son falsas. Igual y es un montaje… No sé, puede ser.
—Sí, ¿verdad?
—Sí… puede ser…
Pero ella no lo dejó continuar. Montándose sobre su erección comenzó a moverse primero lento, con suavidad, luego más rápido, con violencia, como en los viejos tiempos.

***

 La vida después del placer y del amor.
Después del divorcio las cosas parecían más como las manecillas del reloj: todos los días recorriendo los mismos números, marcando las mismas horas.
Yendo hacia el mismo sitio, el mismo lugar.
El vacío.
La muerte.
El olvido.
Había llegado a un buen acuerdo para la pensión de su hija, verla los fines de semana (excepto cuando su ex salía de viaje con “la chaparra”, como le decía de cariño) y pasear con ella de cabo a rabo. Ahora con ella eran las historias, las visitas por la ciudad, los recorridos inventando fantasías, llenos de promesas, de falsas amenazas, de enemigos imaginarios y monstruos, pero siempre con un final feliz y un “continuará” para el siguiente fin de semana.
Un día, en el McDonald’s de Plaza Crystal (nunca supo a ciencia cierta cómo a “la chaparra” se le ocurrió ir hasta allá) mientras tomaba un simple —realmente simple e industrial— café americano volvieron a cruzar sus miradas de nuevo a través de las mesas.
Sintió cómo un escalofrío recorría su espina dorsal. De miedo, de rabia, de dolor. Y de recuerdos. Todo mezclado, como la “crema” del botecito —a saber Dios qué era eso, en realidad— que acababa de vaciarle al vaso con ese pinche brebaje oscuro disfrazado de café.
Había ganado peso (no como él, claro), pero lucía hermosa. Como una verdadera señora.
Divina.
Cuando su hija llegó con “una nueva amiga” a la mesa, quien a su vez a través de las mesas la llamó para acercarse (sí, a ella, a la misma que había amado y odiado por igual), supo que hay historias de la vida que parecen de cine.
Como aquella del 11 de septiembre.
Platicaron de muchas cosas que no tiene caso mencionar en este momento. Y al despedirse, mientras las niñas no veían, mientras él le ofrecía la mejilla para recibir el beso, ella le tomó el mentón para girarlo hacia su boca. Fue un beso simple, fugaz.
Como los de antes.
También le deslizó una tarjeta con sus números.
El siguiente miércoles le habló y el viernes volvió a sentir en el Bahamas (que, por cierto, también, ya no estaba de moda) su cuerpo, su carne hirviendo de placer y de deseo.

***

Llegaron juntos al orgasmo, como en los viejos tiempos. Entre saliva, jadeos, y una felicidad infinita.
No sabía cuánto duraría esto, pero ahora sólo lo dejaría ser.
Suspiraron, mientras ella se acurrucaba en sus brazos.
—¿Y tú marido sigue correteando “teiboleras”?
—… pues sí, algunas cosas no cambian después de todo… (Risas)

©® 2011/2012. Carlos A. Limón.



©® Michael Möbius.