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Periodismo Poco Serio de Puebla

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sábado, 3 de noviembre de 2012


Reverse cowgirls from hell
 

 
Odio el maldito aire infer… perdón, invernal de noviembre.
Maldito frío. Maldito mes. Maldito trabajo.
Bueno, en realidad no lo odio.
Odio haber olvidado la chamarra forrada de plumas o el abrigo de lana. Detesto haber traído un simple y pinche “rompe vientos” que no protege (ni rompe) nada.
Je.
Okey. Sólo detesto el trabajo en estos momentos.
Elaborando informes y “cuadrando” cuentas hasta pasadas las nueve de la noche. Debería salir como todo burócrata. A las cinco. Y punto.
Pero era un billete extra. Varo que me permitió salir de la casa de mis padres, para independizarme, para ser un adulto. Para “madurar bien” como persona, nos dijo una vez mi abuela en reunión con todos los nietos preuniversitarios.
Sé que eso es difícil en estos tiempos de crisis perpetua y estúpidas guerras contra el narco, pero tenía que hacerlo.
Era ahora o nunca.
Sin embargo, el problema era salir a las diez de la noche en punto, dejar las oficinas bien cerradas, conectada la alarma y correr como alma que persigue el diablo (“¡Shiaaaale, qué loco!”) para alcanzar el último micro que pasaba por la Prolongación de la Reforma y llegar al departamento antes de las once.
Bueno, en realidad ya no importaba mucho a qué hora llegara.
No ahora que ella se había ido. “Necesito estar más tiempo contigo”, fue su último reclamo.
La ecuación había sido fácil: tiempo extra da más dinero. La disyuntiva, no: o tiempo (ella), o dinero (“¡adiós, puto!”).
 
***
Una nube negra recorrió su alma cuando se dio cuenta que pasaban de las diez veinte. Llegó presuroso al parador sólo para recibir el helado viento en su rostro cansado y con principios de somnolencia.
“Maldita sea, ahora sí había estado medio perro el ajuste”, pero no le gustaba dejar trabajos sin terminar. No de los que le distrajeran durante las horas de oficina.
A ver si no terminaba yéndose en un taxi que mínimo le transara cincuenta. “Es que está bien lejos, mi joven, y ya es nochecita también, ¿no?”
Le había pasado dos veces en la semana, otra vez sería desastrosa para sus “malabarismos financieros”.
Suspiró con tristeza.
Mínimo cincuenta. Cincuenta pinches pesos que le costaba desembolsar ahora que ahorraba para el auto.
No quería mucho, de a perdis un Atos que lo llevara y lo trajera con la mínima decencia que requería.
“Bueno, también está el tren de las diez y media”, le había comentado su antecesora (Lidia, morenita, de su estatura, de cadera generosa y muy apasionada para fornicar), “pero no es seguro, ¿eh? Varias veces me tuve que ir caminando a la casa”.
Así fue como ella se había agenciado su coche. Y, claro, cuando lo compró le “heredó” la oportunidad de hacerse a él de una nave. Lidia ahora trabajaba en otras oficinas de la misma dependencia. Aunque se veían de vez en cuando.
Y, por supuesto, seguía gimiendo igual de excitante que siempre.
Sonrió no sin cierta amargura.
Ignorando las constantes señales de los taxistas que “le echaban las altas”, decidió que aprovecharía ese renovado ánimo (vulgo, una incipiente erección) para caminar hasta su departamento.
Sin embargo, a lo lejos lo vio llegar (¿o aparecer?).
El “tren” de las diez y media.
El último tren a Londres (“Jajaja, pinches pendejadas que piensas”).
El “tren de los condenados”.
 
***
Pinche micro, con las luces apagadas, con los pocos pasajeros “salpicados” en todos los asientos, con el ambiente en penumbras y con una música casi de musak, en verdad parecía el tren directo al… perdón, el puto micro straight to hell.
“Puta madre, huele como a tacos de tripas, eructos y sudor. En fin…”
Subo tropezándome con los escalones desiguales y estrechos. Miro al conductor que responde con un murmullo al “gracias. Buenas noches”. La oscuridad le cubre el rostro como una segunda piel. Saco el único billete de cien que tengo y se lo extiendo, hago la mueca de “es el único que tengo ya”.
—Orita’ le doy el cambio, joven…
Le digo que no hay problema. Que llego casi hasta la base. Alcanzo a distinguir entre la penumbra cómo esboza una mueca.
Dos jóvenes, obreras seguramente, sentadas detrás del conductor, dejan de cuchichear y me miran con poco disimulo. Los demás permanecen indiferentes, seguramente dormitando o perdidos en sus propios problemas. La mayoría son obreros. Como yo.
Sólo que con diferente sueldo.
Ellos no piensan en coches nuevos.
Por inercia, por costumbre, quien sabe por qué, me siento al final del micro, esperando un rápido recorrido para llegar a dormir.
Dormir.
 
***
Sí. Dormir como recién nacido.
Dormir como bendito hasta el otro día.
La idea anidó con fuerza en su cerebro, y mientras el transporte avanzaba por las calles casi vacías cerró los ojos. Un enjambre de langostas le rodeó el sueño con un zumbido que duró años. Tal vez sólo segundos.
O un eón completo.
Casa. Cama. Sueño. Dormir. Ella. Lidia. Cena.
Dormir.
Las ideas sólo eran uvas que flotaban en un champán rojizo. En un Campari de hemoglobina lenta, mientras él las veía pasar (allá, en la superficie) nadando en ese rubí acuoso.
De pronto (o tal vez no tanto), la penumbra del microbús se tornó carmesí y parecía que sombras caminaban alrededor suyo, entre los asientos.
A través de los asientos.
Entreabría los ojos pero era como si una bruma de plomo, una reja de acero, no le permitiera distinguir lo que era real de lo verdadero.
“Un cambio de a cien…”, pero la voz le sonó inmaterial, profunda, más allá del microbús.
Al final del túnel.
Abrió los ojos. Ellas, las jóvenes de los primeros asientos, estaban paradas junto a él.
Sin mediar palabra, una le colocó las manos sobre los hombros. Eran zarpas de hierro, cobre y bronce.
La otra, con una mueca (también de cobre), sólo le bajó el cierre, le deslizó el pantalón y se sentó a horcajadas sobre su miembro erecto, en esa excitación que proporciona la vigilia, a pesar de la certeza que comenzaba a abrirse paso entre el vago calor y el delicioso bienestar de ese reverse cowgirl que disfrutaba sin duda.
“Estoy muerto.”
Pero ya no le importó mucho.
Como no le importó la penumbra rojiza que le rodeaba. ¿Era el infierno o sólo unas luces de ambulancia?
Como tampoco le importó la inmovilidad de los demás pasajeros. ¿Eran también condenados, otros heridos inconscientes o sólo simples cadáveres de decorado?
Ni que esa pelvis golpeando la suya con fuerza (mientras una lengua a su espalda le recorría el cuello y las orejas con gula) significaba la amenaza de lo desconocido. ¿Eran unas malditas diablesas o sólo su cerebro preparándose para el trauma último?
Al final del recorrido ¿despertaría?
Tal vez.
 
***
El microbús se perdió a gran velocidad en la oscuridad de la noche recorriendo el asfalto como alma en pena.
Buscando un pasajero más.
 
®© 2011/2012. Carlos A. Limón
 
®©. "Obsession". Michel Möbius.

miércoles, 19 de septiembre de 2012


Los 10 años que
vivimos en peligro

Para Mary Téllez

—¿Es cierto, entonces, que ya murió?
   —Eso dicen, salió en la tele…
—Sí, ¿pero tú qué piensas?
—Yo… no sé…
Sin terminar la frase, volvió a acariciarle las tetas, entreteniéndose en los pezones que saboreó con fruición, con cierta ansia, como si apenas los conociera.
Claro, después de 10 años de ausencia era como iniciar de nuevo. Recorrer otra vez el cuerpo, no los recuerdos.
Acariciar esas caderas más curveadas; ese torso flexible, maravilloso; esas nalgas, sí, más grandes pero igual de duras, prietas.
Abrazar, poseer ese cuerpo conocido pero al mismo tiempo inédito.
Y entre las sábanas, mientras acariciaba ese cuerpo extraño hasta hace unos días, recordó la triste despedida.

***

La conoció a principios de 2001 cuando perdía el tiempo en el centro, en los portales, después del trabajo. Ella estaba sentada en una de las mesas del Royalty con la mirada triste perdida en la nada, con unas ojeras que vestían de negro esos ojos que le dieron la estocada cuando cruzaron la vista.
Ella sonrió.
Eso fue suficiente para que tomara asiento pretextando una pendejada (y si no la recordaba es que lo había sido). Y así lo entendieron ambos, sólo como un motivo laxo. Platicaron como viejos conocidos que no lo eran, mientras él medía los pasos con puro Havana y agua; ella, sólo con café, american style y nada de azúcar.
Esa primera vez fornicaron con ansia, con furia en el Bahamas (que estaba de moda, por cierto), devorándose por completo, toda la noche y parte de la madrugada.
Luego, las reuniones secretas fueron refinándose, a salto de mata, cuidándose las espaldas, planeando agendas secretas llenas de lujuria y de deseo, de promesas, de falsas amenazas, de enemigos imaginarios y monstruos, pero siempre con una especie de final feliz y un “continuará” para el siguiente encuentro.
Eso los salvó de caer en la rutina.
Cada suceso era un pretexto para nuevas historias que terminaban invariablemente entre las sábanas del Bahamas.
Sin embargo, la mañana del 11 de septiembre ella le marcó al cel con la voz entrecortada, entre sollozos, pidiéndole que viera la televisión.
Pero no había necesidad.
Él miraba incrédulo cómo chocaba primero un avión, quince minutos después el segundo. La explosión de los dos rascacielos; la gente, desesperada, aventándose al vacío para golpearse contra el edificio y quedar literalmente embarrados en el pavimento, antes que morir calcinados. Luego la caída de los edificios. Como en las peores pesadillas cinematográficas de los gringos, sólo que en las pantallas de televisión, en los noticieros, en vivo, cuadro por cuadro. Segundo a segundo. Minuto a minuto.
Llegaron al motel en silencio, anonadados. La realidad les había dado un guión, un filón más para explotar en sus fantasías. Sólo que esa noche decidieron la paz de las caricias, de los abrazos, de la ternura.
Del llanto de ella.
Esa noche le dijo que estaba embarazada.
De su marido, claro.
Y sería la última vez que lo vería. “Por favor, no me llames”.
Así fue la despedida.
¿Triste?
¿Amarga?
¿Dolorosa?
Tal vez, aunque para él sólo fue la despedida.
Así, a secas.
Todos los días llegaba después del trabajo a La Taberna para embriagarse con una botella de Jack Daniels, ahogando su recuerdo entre lágrimas.
“Guardó el luto” una semana.
Luego, como todo, siguió su vida.

***

—Sí, ¿pero tú qué piensas?
—Yo… no sé…
Hizo una larga pausa para responder.
—… puede ser, pero si fuera ellos, los gringos, Osama me serviría más vivo que muerto, ¿no crees?
—Pero hasta filtraron fotos y dicen que hay videos…
—Aaah, son fakes… son falsas. Igual y es un montaje… No sé, puede ser.
—Sí, ¿verdad?
—Sí… puede ser…
Pero ella no lo dejó continuar. Montándose sobre su erección comenzó a moverse primero lento, con suavidad, luego más rápido, con violencia, como en los viejos tiempos.

***

 La vida después del placer y del amor.
Después del divorcio las cosas parecían más como las manecillas del reloj: todos los días recorriendo los mismos números, marcando las mismas horas.
Yendo hacia el mismo sitio, el mismo lugar.
El vacío.
La muerte.
El olvido.
Había llegado a un buen acuerdo para la pensión de su hija, verla los fines de semana (excepto cuando su ex salía de viaje con “la chaparra”, como le decía de cariño) y pasear con ella de cabo a rabo. Ahora con ella eran las historias, las visitas por la ciudad, los recorridos inventando fantasías, llenos de promesas, de falsas amenazas, de enemigos imaginarios y monstruos, pero siempre con un final feliz y un “continuará” para el siguiente fin de semana.
Un día, en el McDonald’s de Plaza Crystal (nunca supo a ciencia cierta cómo a “la chaparra” se le ocurrió ir hasta allá) mientras tomaba un simple —realmente simple e industrial— café americano volvieron a cruzar sus miradas de nuevo a través de las mesas.
Sintió cómo un escalofrío recorría su espina dorsal. De miedo, de rabia, de dolor. Y de recuerdos. Todo mezclado, como la “crema” del botecito —a saber Dios qué era eso, en realidad— que acababa de vaciarle al vaso con ese pinche brebaje oscuro disfrazado de café.
Había ganado peso (no como él, claro), pero lucía hermosa. Como una verdadera señora.
Divina.
Cuando su hija llegó con “una nueva amiga” a la mesa, quien a su vez a través de las mesas la llamó para acercarse (sí, a ella, a la misma que había amado y odiado por igual), supo que hay historias de la vida que parecen de cine.
Como aquella del 11 de septiembre.
Platicaron de muchas cosas que no tiene caso mencionar en este momento. Y al despedirse, mientras las niñas no veían, mientras él le ofrecía la mejilla para recibir el beso, ella le tomó el mentón para girarlo hacia su boca. Fue un beso simple, fugaz.
Como los de antes.
También le deslizó una tarjeta con sus números.
El siguiente miércoles le habló y el viernes volvió a sentir en el Bahamas (que, por cierto, también, ya no estaba de moda) su cuerpo, su carne hirviendo de placer y de deseo.

***

Llegaron juntos al orgasmo, como en los viejos tiempos. Entre saliva, jadeos, y una felicidad infinita.
No sabía cuánto duraría esto, pero ahora sólo lo dejaría ser.
Suspiraron, mientras ella se acurrucaba en sus brazos.
—¿Y tú marido sigue correteando “teiboleras”?
—… pues sí, algunas cosas no cambian después de todo… (Risas)

©® 2011/2012. Carlos A. Limón.



©® Michael Möbius.

viernes, 22 de junio de 2012

Motel de Paso

Confirmación

Carlos A. Limón

La conocí en la Autónoma (antes que los decretos la transformaran en Benemérita), en la Facultad de Filosofía y Letras, en el Colegio de Lingüística y Literatura Hispánica para ser certeros.
Cuando soñaba con ser escritor.
De tez apiñonada, no fue la excepción que confirmara la regla. Nunca tuve alguna preferencia en particular sobre colores de piel, grados académicos ni complexiones corporales; después de ella siguieron más mujeres apiñonadas, rubias o morenas. Altas o bajitas. Delgadas o regordetas. De grandes senos o enormes caderas. Discriminador no. Nunca.
Era un sencillo postulado, la regla de (baño en) oro.
Esta Mercedes, llamémosle así por hacerlo de algún modo, tampoco fue noviazgo corto ni largo, matrimonio, amante o “amiga con derechos”.
Simplemente fue.
Como una blitzkrieg.
Rápida.
Violenta.
Pero repetida.
Pasión de verano. Y con él murió.
Nunca hicimos nada extra. Ni inventamos nada nuevo. Ni descubrimos el hilo negro del sexo, la fórmula infalible.
Ninguno era virgen (o como quiera que se le llame a esa condición).
Tampoco promiscuos.
Normales, así, sin más.
Sin embargo, únicas fueron las veces que rondamos el parque Juárez, el Paseo Bravo o las calles aledañas a su casa; siempre después de medianoche, siempre pegados uno contra el otro, siempre bajo una vieja gabardina negra que hizo historia (polaca, que conseguí en un mall de Brownsville). Siempre bajo la lluvia.
Primera vez bajo una lluvia.
Recuerdo un aguacero torrencial y varias llovizna
Nunca volví a intentarlo.

Nunca volví a verla.
Pero una cosa quedó clara después de ella. La confirmación de una sospecha.
Que la pasión animal mitigada con sexo y agua genera un poco de amor.
Que la pasión animal mitigada con alcohol genera inspiración.

©® 2012. Carlos A. Limón.




©® Frank Miller.